La pandemia del COVID 19 ha iluminado las inmensas grietas del sistema en el que vivimos. La mercantilización de lo público ha hecho que los sistemas de salud colapsen, especialmente en los lugares más afectados por las recetas neoliberales; que el sistema educativo tampoco haya podido responder adecuadamente al confinamiento obligatorio, porque las condiciones de acceso a los bienes y servicios digitales –a través de los cuales se quiere paliar la situación- son muy heterogéneas (no sólo en América Latina, en Europa también); y que el déficit cuantitativo pero sobre todo cualitativo de la vivienda en muchos territorios, se manifieste como un verdadero obstáculo para que la mayoría de la población pueda cumplir con la cuarentena.
Es evidente que una de las fallas sistémicas que más impacto ha tenido ha sido la relacionada con la gestión del espacio, es decir con la planificación urbana y territorial: estamos pagando con creces el haberle entregado desde hace 40 años la planificación del territorio al mercado inmobiliario formal e informal. Y no se trata únicamente de la ausencia de planificación en espacios históricamente abandonados por el estado central o local, sino del carácter; es decir del enfoque, de la orientación misma de una planificación urbana y territorial que se impone no solo desde los organismos multilaterales, es decir de quienes financian esta planificación, sino también desde los intereses puntuales de grupos económicos locales y nacionales. Los modelos urbanos y territoriales del capitalismo no son capaces de responder adecuadamente a eventos como la pandemia del COVID 19.
Lo que nos muestra la pandemia son las consecuencias de una forma de producción de la ciudad latinoamericana, que tiene una dualidad característica: un mercado formal de suelo que se legitima a través de la normatividad impulsada por los actores políticos al servicio de estos grupos económicos y un mercado informal que actúa primero y que posteriormente a través de la presión social logra regularizarse y ponerse al servicio de esos mismos grupos. Esta dualidad existe principalmente porque la demanda de vivienda es siempre superior a la oferta formal, pero además porque el mercado informal de suelo suele ser la única opción que tiene la población de un país que no garantiza otras formas de acceso a vivienda digna, como por ejemplo, la vivienda pública de alquiler en áreas urbanas consolidadas.
Buscar una explicación simple no tiene sentido, sin embargo una de las claves se encuentra en la política pública de vivienda vigente desde los años 90 del siglo XX, que en lugar de ser un instrumento de planificación destinado a dar respuestas integrales a las necesidades básicas de abrigo y protección de la población; por un lado se ha convertido en un mecanismo del sector financiero para colocar sus productos, es decir créditos, y producir vivienda a través de mercado inmobiliario subsidiado a través de bonos; y por otro lado, como estos mecanismos contemplan requisitos que la mayoría de la población no cumple –contar con ingresos estables y estar bancarizado-, esta se ve abocada a producir su propia vivienda, a través del mercado informal de suelo, probablemente en las peores condiciones posibles, es decir, sin acceso a infraestructura y servicios básicos y sobre todo, lejos de las centralidades urbanas, excluyéndolas por lo tanto, de sus beneficios y oportunidades.
Ya desde hace algunos años se ha venido imponiendo un discurso de ciudad, una especie de consenso respecto a que es la movilidad, -entendida como los sistemas e infraestructuras de transporte, incluida por supuesto la vialidad- lo que debería organizar la ciudad del futuro, la ciudad productiva y eficiente, donde todo fluye sin parar: capital, mercancías, trabajadores. Sin embargo, la presente crisis pone en entredicho esta idea, pues vemos que los vectores más importantes y eficaces en la transmisión del virus han sido los medios de transportes masivos, y que la conectividad de los territorios ha permitido que el virus se propague globalmente con una celeridad impresionante. Le hemos apostado a la velocidad, a la capacidad de pulverizar las distancias, como si se tratara de un absoluto y hoy nos damos cuenta que la velocidad también puede jugar en contra de nosotros mismos.
Ese paradigma urbano territorial que se nos impuso, pretendiendo converncernos de que lo importante es el tiempo y no el espacio, es el mismo que preconiza que la vivienda –el lugar de la reproducción- ha dejado de ser el elemento articulador del espacio urbano. Sin embargo, en la crisis, le pedimos al espacio doméstico que sea flexible, que se transforme, que se convierta en taller, en oficina, en escuela, en hospital, en parque… Le pedimos incluso, que se convierta en espacio urbano ejerciendo una presión nunca antes vista sobre el hábitat contemporáneo. La vivienda reducida a mercancía, a puro valor de cambio, ahora nos muestra todo su verdadero potencial, toda su capacidad de contención, todo su valor de uso.
La pandemia nos encontró totalmente desprevenidos, pero además sin la capacidad de poder articularnos a otros niveles –comunitario, barrial-. La respuesta que hemos podido dar ha sido, en lo social, absolutamente vertical, imponiendo medidas que no contemplan las vulnerabilidades de la población más excluida; y en lo espacial; únicamente física, limitando el movimiento y recluyéndonos en el espacio. ¿Podría haber sido diferente? Seguramente. Por eso urge pensar un futuro con estructuras territoriales cuya escala permitan que todos en general, podamos participar en la producción y gobierno del espacio, desmercantilizándolo definitivamente, para poder gestionarlo en beneficio de todos a través de un manejo mucho más inclusivo, más colectivo, más humano; incluso en las contingencias como la que estamos viviendo actualmente.